Hace once años, me fui de Damasco sin saber si volvería alguna vez.
En aquel entonces, la ciudad estaba en medio de la guerra. Una violencia intensa, que siguió a la brutal represión del presidente Bashar al-Assad a las protestas pro democracia, envolvió la capital. En cualquier momento podías ser disparado en las calles.
Reporté para la BBC desde dentro de Siria en las primeras protestas en 2011. Informé sobre el “día de la ira”, luego sobre tiroteos, asesinatos, desapariciones, ataques aéreos y bombas barril, hasta que yo mismo me volví insensible y perdí la esperanza.
Fui arrestado varias veces. El régimen limitó mis movimientos y me amenazó, y en 2013 tuve que irme.
Durante la última década, he vivido una montaña rusa de esperanza y desesperación, observando cómo mi país se desgarraba desde el extranjero. Muerte, destrucción, detención. Millones huyendo y convirtiéndose en refugiados.
Al igual que muchos sirios, sentía que el mundo había olvidado nuestro país. No había luz al final del túnel.
Cuando la gente salió a las calles en aquel entonces para pedir la caída del régimen, nunca imaginé que realmente sucedería, dadas las poderosas apoyantes del presidente Assad en Rusia e Irán.
Pero el domingo, en un abrir y cerrar de ojos, todo cambió.