Con una canción de Beyoncé sonando a todo volumen en la arena, Simone Biles saltó hasta la viga de equilibrio y se tambaleó, inclinándose y dando vueltas con los brazos como molinos de viento como si estuviera tratando de no caer de un acantilado.
Unas cuantas veces más en su rutina, titubeó en la viga de cuatro pulgadas de ancho. Y cuando terminó su rutina en las pruebas olímpicas de gimnasia de Estados Unidos del mes pasado, quedó claro lo que pensaba sobre su esfuerzo.
En lugar de simplemente fruncir el ceño o sacudir la cabeza por frustración, lo cual habría sido lo normal, porque los jueces estaban mirando, Biles -quien terminó ganando la competencia- soltó un exabrupto.
Los fanáticos en la arena se quedaron boquiabiertos.
De una gimnasta de primer nivel en el escenario nacional, mostrar ese tipo de emoción es raro, y esa palabra en particular podría haber sido inédita. Pero Biles ya no se preocupa por ser juzgada, dentro o fuera del suelo de competencia.
A sus 27 años, es la mejor gimnasta de la historia, por talento natural y también por el número de medallas, habiendo transformado el deporte con rutinas peligrosamente difíciles que siguen sin igual. Durante años, sacrificó tanto mente como cuerpo por la gimnasia, compitiendo bajo tormento psicológico como sobreviviente de abuso sexual y con dolor físico que la hacía sentir como si necesitara una silla de ruedas para cuando cumpliera 30.
Una costilla rota. Espuelas óseas. Llegó a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro en 2016 -donde ganó cuatro medallas de oro y un bronce- con una persistente lesión en el pie que resultó ser un dedo del pie fracturado en cinco lugares. Una piedra en el riñón punzante la llevó a una sala de emergencias en Qatar durante los campeonatos mundiales de 2018, pero aún así se dio de alta a tiempo para la clasificación del equipo del día siguiente, sin medicación para el dolor porque podría haber fallado en una prueba de drogas. Lideró el campo y ayudó al equipo de EE. UU. a ganar el oro.