Arno J. Mayer, un historiador cuya lectura heterodoxa de la primera mitad del siglo XX desafió la comprensión convencional de la Primera y la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, falleció el 17 de diciembre en una residencia para ancianos en Princeton, Nueva Jersey. Tenía 97 años.
Lo confirmó su hijo Daniel.
El Dr. Mayer, que nació en Luxemburgo, huyó a América con su familia judía poco antes de la invasión nazi en 1940. Fue uno de los últimos sobrevivientes de una generación de historiadores emigrados, muchos de ellos también judíos, -entre ellos Raul Hilberg, Peter Gay y Fritz Stern- quienes intentaron dar sentido al cataclismo que ellos y el mundo acababan de experimentar.
Se formó como historiador en diplomacia, aunque se extendió mucho más allá de su campo original. Sus primeras investigaciones se centraron en los orígenes de la Primera Guerra Mundial, mientras que sus escritos posteriores abarcaron desde el Holocausto, el surgimiento de Israel y hacia atrás hasta la Revolución Francesa.
No obstante, una idea común atravesó su larga carrera, que incluyó siete libros y puestos docentes en Brandeis, Harvard y Princeton: que el período de 1914 a 1945 constituyó una “segunda Guerra de los Treinta Años”, tan catastrófica y extendida como la que asoló Europa en el siglo XVII.
El Dr. Mayer se consideraba marxista, y aunque estaba lejos de ser dogmático, tomó de Marx la noción de que la sociedad debía ser concebida como un todo, y que la historia es el resultado de tensiones entre sus partes constituyentes, como las clases y estructuras sociales.
Desde este punto de vista, argumentó que la crisis de tres décadas fue el resultado del conflicto entre el capitalismo moderno burgués-liberal que entró en conflicto con las aún arraigadas élites aristocráticas de Europa, a las que llamó “La Permanencia del Viejo Régimen”, título de un libro que publicó en 1981.
A través de una investigación minuciosa en archivos de Gran Bretaña, Francia y Alemania -hablaba los idiomas de los tres-, demostró que la Primera Guerra Mundial fue el resultado no de fallos diplomáticos, sino de “contrarrevoluciones preventivas” en cada país, destinadas a evitar el malestar masivo en casa. Las negociaciones de paz y los acuerdos que pusieron fin a la guerra, continuó, fueron en gran parte una continuación del conflicto entre los viejos y los nuevos órdenes.
Pero a diferencia de algunos historiadores marxistas, el Dr. Mayer rechazó el pensamiento determinista; en su opinión, nada era inevitable y todo era contingente.
Este principio sustentó su obra más polémica, “¿Por qué el cielo no se oscureció? La “Solución final” en la historia” (1988). Argumentó que si bien el antisemitismo era frecuente en la sociedad alemana, fue solo una de las muchas razones del ascenso al poder de los nazis y la invasión subsiguiente de la Unión Soviética.
Mientras varios historiadores prominentes apoyaron la tesis del Dr. Mayer, muchos otros la denunciaron vehementemente. En una larga reseña en The New Republic, Daniel Jonah Goldhagen, entonces estudiante de posgrado en Harvard, la llamó “una burla a la memoria y la historia”.
La Liga Antidifamación (ADL, por sus siglas en inglés) fue aún más allá, añadiendo al Dr. Mayer a su lista de “Apologistas de Hitler” en un informe de 1993, acusándolo de escribir “erudición histórica que relativiza el genocidio de los judíos”.
El Dr. Mayer continuó argumentando que sus oponentes habían creado un “culto de la memoria” en torno al Holocausto que resistió e incluso castigó cualquier intento de explicarlo como un evento histórico.
Arno Joseph Mayer nació el 19 de junio de 1926 en la ciudad de Luxemburgo, hijo de Frank e Ida (Liebin) Mayer. Su padre era un mayorista.
Los alemanes invadieron Luxemburgo el 10 de mayo de 1940, y en cuestión de horas, la familia Mayer, Arno, sus padres, su abuelo paterno y su hermana, Ruth, huían hacia el sur a través de Francia en su Chevrolet de dos puertas.
Sus abuelos maternos se quedaron atrás y finalmente fueron enviados al campo de concentración de Theresienstadt en la actual República Checa. Su abuelo murió allí; su abuela sobrevivió.
La familia trató de cruzar a España pero fueron rechazados. Luego abordaron un barco a Argelia y finalmente llegaron a Casablanca, Marruecos, donde obtuvieron papeles para salir hacia los Estados Unidos.
Los Mayer se establecieron en la ciudad de Nueva York. En 1944, cuando Arno cumplió 18 años, se alistó en el ejército y fue enviado a Fort Knox para entrenar como miembro de una tripulación de tanques.
Justo antes de que su unidad partiera para combatir en Europa, fue reasignado a una instalación en Maryland, Camp Ritchie, donde se mantenían prisioneros de guerra alemanes de alto valor. Se le asignó ser una especie de oficial de moral, adjunto al científico de cohetes Wernher von Braun, a quien Estados Unidos esperaba que trabajara para el ejército después de la guerra.
Estudió negocios en el City College de Nueva York y se graduó en 1949. Pero un deseo que lo atormentaba por comprender la guerra que acababa de vivir y el Holocausto que apenas había sobrevivido, lo impulsaron a comenzar estudios de posgrado en Yale, donde recibió un doctorado en ciencias políticas en 1953.
Se unió a la facultad de Brandeis un año después. También enseñó en Harvard antes de trasladarse a Princeton en 1961. Se jubiló en 1993.
Se casó con Nancy Grant en 1955. Se divorció en 1965. Junto con su hijo Daniel, le sobrevive otro hijo, Carl; su hermana, Ruth Burger; y cinco nietos.
El padre del Dr. Mayer era un sionista de izquierda ferviente, al igual que el propio Dr. Mayer al principio de su carrera. Trabajó en un kibutz comunista en Israel a principios de la década de 1950 y trabó amistad con el filósofo Martin Buber.
Con el tiempo, se volvió muy crítico con el estado israelí, creyendo que había traicionado la visión de sus fundadores a favor de una sociedad militarizada y segregada, subordinada a fuerzas nacionalistas y ultrarreligiosas, un argumento que desarrolló en 2008 en su libro “De la arada a la espada: Desde el sionismo a Israel”.
Una vez más, recibió críticas por sus puntos de vista. Y una vez más, se mantuvo firme, declarando que su antipatía hacia lo que se había convertido Israel era parte de su visión del mundo como hijo de un país pequeño y sin litoral obligado a huir por la guerra entre grandes potencias. Era, insistía, “singularmente inmune al atractivo de todos los nacionalismos”.