Cuando Henry Kissinger se convirtió en un personaje de ópera.

Henry Kissinger, el polarizante diplomático que murió el miércoles a los 100 años, recibió numeros distinciones a lo largo de su larga carrera. Pero una de las más inusuales, un honor que también fue condenatorio, llegó en 1987, cuando se unió a Fígaro de Mozart y Tosca de Puccini como personaje de una ópera.

“Nixon en China”, compuesta por John Adams y dirigida por Peter Sellars, con un libreto escrito por Alice Goodman, se inspiró en el viaje de 1972 del presidente Richard M. Nixon a China, que hizo historia. Los viajes secretos de Kissinger allanaron el camino para la visita, que ayudó a normalizar las relaciones entre los dos países después de un largo período sin lazos diplomáticos.

Cuando se estrenó la ópera, todavía era una idea fresca que esta forma de arte, tan asociada a lo mítico, pudiera abordar la historia reciente y tratarla no como sátira, sino como una extraña combinación de grandeza, humor y ternura. “Nixon en China” no es un relato realista del viaje, sino una fantasía estilizada.

Como personajes de la ópera, tanto Nixon como Mao Zedong son vagamente ridículos y vagamente nobles, cantando sobre sus esperanzas y sueños en enigmáticas y evocativas líneas de Goodman. Y Kissinger, el asesor de seguridad nacional de Nixon en 1972 y, un año después, también su Secretario de Estado, está junto a ellos, tal como lo estuvo en la historia.

“Cuando Peter Sellars propuso la idea de la ópera”, dijo Adams en una entrevista, “acababa de terminar de leer ‘Años en la Casa Blanca’ de Kissinger, que me pareció bastante presumido. Creo que había cierto interés en reducir al secretario de estado a su justa medida”.

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“Nixon” buscaba desentrañar las profundidades reflexivas bajo los titulares y posiciones inamovibles que rodeaban una historia muy publicitada. (Adams y Sellars harían lo mismo más tarde en “La muerte de Klinghoffer”, otra colaboración con Goodman, sobre el secuestro de un crucero en 1985 por militantes del Frente de Liberación de Palestina, y en “Doctor Atomic”, sobre J. Robert Oppenheimer y la bomba atómica).

La obra no es precisamente simpática con Nixon, pero deja al público con un sentido de él más humanamente conmovedor. La interpretación de Kissinger en la ópera, sin embargo, nunca es realmente humana; no obtiene la exposición de pensamientos y ambivalencia concedida a los otros protagonistas. “No es el personaje en el que profundizamos psicológicamente”, dijo Adams.

No es profundo, pero es suave. Al llegar los estadounidenses, y se intercambian cortesías incómodas en forma de interjecciones, fragmentos y repeticiones, Kissinger es el único que suena cómodo. El registro grave del papel le otorga una suavidad diplomática sonora; es tranquilizante, mientras que todos los demás suenan tensos.

“Siempre fue teatral”, dijo Sellars en una entrevista.

Pero esta fachada se desvanece en el segundo acto, durante una reimaginación fantástica del ballet de propaganda china sobre la Revolución Cultural “El destacamento rojo de mujeres”. Al igual que en “La ratonera” de “Hamlet”, la realidad y la ficción se desdibujan: el cantante que interpreta a Kissinger está en el ballet como Lao Tzu — aquÍ, en caso de que no hayas entendido el mensaje, un siniestro ayudante principal de un tirano (“¡Se parece a quién tú sabes!”, exclama Pat Nixon).

Como Lao Tzu, la suavidad fundamentada del primer acto desaparece a favor de extremos lascivos y violentos; el cantante asciende a falsete y, frente a una campesina rebelde, balbucea un grito de “azotarla hasta matarla”. “Estoy aquí para colaborar con los chicos del cuarto trasero”, canta Kissinger-como-Lao-Tzu, “que saben cómo vivir”.

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“A la gente le sorprende un poco cuando aparece como el sádico déspota”, dijo Sellars. “Pero obviamente, es el hombre responsable de Chile y de los bombardeos secretos de Camboya; la lista de atrocidades y actos de violencia innombrable es larga. Y esa cosa sórdida está detrás del diplomático alegre y bienhablado. La sorpresa es que, como siempre, nadie es solo una cosa. Esa es una razón por la que se hacen personajes operísticos”.

Después de que el ballet revela que la eficiencia de Kissinger es pura brutalidad, sus momentos finales en el último acto son prosaicos: “Por favor, ¿dónde está el baño?”, pregunta.

Y, el libreto nos dice, solo después de que se va en busca del baño es que los Nixons, Mao y su esposa, y Zhou Enlai, el primer ministro chino, pueden “entrar en un estado de ensueño”: el final surrealmente poético, en el que los cinco personajes reflexionan sobre sus vidas, sus países y el destino de ambos.

“¿Cuánto de lo que hicimos fue bueno?”, canta Zhou al final. Esa clase de autointerrogación está completamente ausente en el Kissinger de la ópera, quien, con su encantadora pero implacable realpolitik, con el puño envuelto en un guante de terciopelo, es lo contrario de introspección, lo contrario de poesía.

Al igual que Nixon, Kissinger sabía acerca de la ópera. Pero cuando finalmente llegó al Metropolitan Opera en 2011, decidió no verla. Adams supo que Kissinger le había dicho a la gente: “Creo que tengo sentido del humor. Pero tiene sus límites”.