Lo sigo por las escaleras de madera mientras se dirige a encontrar su antigua habitación de la infancia en el sótano. Ahora es una bonita habitación de invitados, pero el joven Bill pasaba horas, incluso días, aquí “pensando”, como lo describían sus hermanas.
En un momento, su mamá estaba tan harta del desorden que confiscaba cualquier prenda de vestir que encontraba en el suelo y le cobraba a su terco hijo 25 centavos para recuperarla. “Empecé a usar menos ropa,” dice.
Para entonces, estaba enganchado a la programación y, con algunos amigos astutos en tecnología de la escuela, había obtenido acceso al único ordenador de una empresa local a cambio de informar cualquier problema. Obsesionado con aprender a programar en aquellos días incipientes de la revolución tecnológica, se escapaba por la ventana de su habitación por la noche sin que sus padres lo supieran para tener más tiempo en el ordenador.
“¿Crees que podrías hacerlo ahora?” le pregunto.
Comienza a desencajar el cerrojo y abre la ventana. “No es tan difícil,” dice con una sonrisa mientras sube y sale. “No es difícil en absoluto.”